Comienzo una nueva aventura en la publicación «Vivir el Vino«, suelo decir que para entender lo que te ocurre hay que comprender el origen de las cosas, esto no sólo vale para las recetas, en este caso también para mi forma de escribir.
¿Quién me iba a decir que un alumno suscrito al perenne suspenso en lengua y literatura, con una marcada dislexia que va más allá de sustituir «bes» por «uves» y añadir u olvidar esa endiablada letra con carácter mudo, la esquiva «hache», acabaría siendo redactor en una revista?, eso sí, de gastronomía. Está claro que mi estricto profesor de esas asignaturas sería el más sorprendido.
Os contaré cuál es el primer recuerdo vívido con los escritos, fue después de un examen en mi colegio en el que se me invitaba forzosamente a responder sobre el estilo y argumentación del «Libro del Buen Amor». Me puse manos a la obra, apresurado recogí el bolígrafo BiC y tras mirar al techo esperando la inspiración, me cercioré, una vez más, de que ni siquiera había abierto el libro, como tantas otras veces, me distraía con una mosca y en mi habitación había miles, yo diría millones. Rellené renglones y renglones con párrafos de inconexa prosa y en ella sólo podías leer fragmentos de cuentos clásicos de los hermanos Grimm, confiando que la pereza del maestro sucumbiera al ver la extensión y diera por buenos mis conocimientos. La física se me daba algo mejor y aprendí rápidamente que toda acción tiene una reacción igual y opuesta. Pero, todavía recuerdo esas palabras en mi cabeza:
«Señor Hernández venga aquí y quítese las gafas
Nada bueno presagiaba esa dura sentencia. Mientras abandona aquel histórico pupitre de dañada madera situado más allá de la última fila, posición ganada a pulso por mis pésimas notas, me dirigí a la tarima con el efecto de una visión en túnel, al encuentro de la autoridad. Tragué saliva, baje la cabeza, la fuerza abandonó mis piernas, el temor invadió mi cuerpo. Los ojos de mis compañeros se abrían como platos, el silencio se apoderaba del aula y la tensión crecía. Los segundos que tardé en recorrer los apenas 10 metros que nos separaban de la bata blanca hacedora de conocimiento se me hicieron eternos.
A pocos paso surgía de lo más hondo de mi ser el espíritu de rebeldía que todo crío lleva en su interior y tuve entonces la falsa sensación de que todo aquello era injusto, que el castigo físico no era adecuado y por un momento creí poder evitar con el diálogo la «hostia bien daa», hice de tripas corazón y le espeté:
«No voy a quitármelas
Se oyó entonces cómo mis compañeros contenían la respiración, las cejas de todos ellos se arquearon y aumentó por un momento la sensación de que esta batalla la podía ganar, creí ser el William Wallace de todo EGB, cuando en realidad estaba más cerca de una piñata a punto de ser reventada. Iluso de mi, no había un argumento con base en mis palabras. Tenía enfrente a un hermano, sí eran religiosos, que no podía permitir tal afrenta, su fama de estricto y duro se había resentido por mi pequeña afrenta, no parecía dispuesto a las negociaciones. Se incendió, su cara adquirió la habilidad camaleónica de cambiar de color, el rojo intenso le invadió hasta los ojos, noté cómo los músculos de su brazo izquierdo, pero no llevo a cabo su previsible ataque. Tomó aire y contenido pronunció con un inquietante ritmo tranquilo:
«Peor para usted, yo le voy a dar una bofetada y cuando llegue a su casa, su padre le dará otra por haber roto las gafas
En ese mismo instante todo acabó. Retiré de mi faz los anteojos, la rebeldía se volatilizó y por supuesto mi resistencia a la autoridad se desvaneció. Intente encajar aquel revés con cierto orgullo, su extremidad realizó un largo arco de gran destreza, digno del mismo Nadal, un movimiento eterno, amplio y perfecto de izquierda a derecha hasta alcanzar mi mejilla que obviamente absorbió el impacto desplazándose hasta posiciones nunca antes alcanzadas.
Ese fue el punto de inflexión y el inicio de mi reconciliación con la escritura. Sí se zanjaron así los infantiles plagios literarios, mis amigas las moscas emigraron de la habitación y poco a poco fui abandonando aquella posición junto a los roperos del aula. No todo acaba bien, mi dislexia me acompaña como lo hace mi sombra, cuido la ortografía pero no soy capaz de hacerlo sin releer mis propios textos.
A partir de este mes, podréis leer mis artículos en la revista Vivir el Vino en la sección La kocina de koketo.
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Vivir el vino.
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